Hace
un año tuve una experiencia casi mística, de esas que te dejan en estado de
introspección por días. Fue durante el velorio de Nico, un gran amigo. Salió un
sábado por la noche a tomarse unos tragos. Tenía años en eso, ni siquiera los
cuarenticinco eran impedimento para seguir en el bonche, las discotecas y
cuanto lugar de moda existía dentro de la jungla nocturna caraqueña. Eso no lo
hacía ni más ni menos bueno, simplemente él era así de enérgico. Esa noche
salió del bar, rozaban las 2:00am. Tenía unos tragos, unos pocos, los
suficientes como para manejar consciente. Se montó en su camioneta sin
percatarse que era vigilado. Al cruzar por una de las avenidas rumbo a su casa
fue interceptado para robarlo. Él, de forma instintiva, apretó el acelerador
perdiendo el control y chocó contra un poste. Los malnacidos, al sentirse
frustrados en el robo, le propinaron cuatro disparos y lo dejaron desangrarse
con su cinturón de seguridad puesto. Ese fue un episodio más de nuestra usual
crónica citadina. Algunos diarios publicaron una discreta reseña del suceso.
Pero el hecho es que estaba allí, junto a su urna. Todos los amigos estábamos
en la funeraria ese día. Sentía rabia y tristeza. Yo sabía que Nico no era
católico, aun así le prepararon una típica ceremonia religiosa. Le di el pésame
a cada miembro de su familia, a unos los conocía, a otro no; como esa señora de
arrugas acentuadas que no dejaba de verme. Me agarró por un brazo y me dijo al
oído: “él ahora descansa en paz, al lado de Dios. Porque él era un santo, ¿lo
sabías? Nico era un santo”. Comenzaban los rezos y yo me adelanté para darle el
último adiós a mi amigo. Lo vi a través del cristal. Parecía sereno,
ciertamente en paz. En ese instante comprendí lo que quiso decir esa mujer
desconocida, pero no porque Nico fuera en verdad un santo, sino porque era
fácil percibirlo como tal.
El
relato, tomado de una vivencia propia, me motivó para desarrollar este tema que
venía revoloteando en mi cabeza. Un asunto tan obvio y cotidiano que pasa
desapercibido por lo “normal”, a no ser por la carga de manipulación
intrínseca. Ciertamente Nico fue una gran persona y el mejor de los amigos, de
eso no cabe duda, pero no fue un santo en el sentido estricto de la palabra.
El
término santo se utiliza con mucha
ligereza en nuestro argot coloquial. Se le otorga a aquella persona que se
considera muy buena, altruista y espiritual; ya sea en vida o después de
fallecida. Si analizamos la palabra etimológicamente nos encontramos
con los siguientes significados según la RAE:
- Perfecto y libre de toda culpa.
- En el mundo cristiano, se dice de la persona a quien la Iglesia declara tal, y manda que se le dé culto universalmente.
- adj. Dicho de una cosa: Que está especialmente dedicada o consagrada a Dios o que es venerable por algún motivo de religión.
- Santidad: Cualidad de santo.
Existe
una evidente incongruencia entre el primer concepto “Perfecto y libre de toda
culpa” y el segundo que es aquella persona que la iglesia declara como tal, pues
incluiría a cualquier pecador. Hasta donde tengo entendido los únicos “santos”
vivos son los Papas en ejercicio. De allí que se les diga “Su Santidad” o
“Santo Padre” a modo honorífico como la máxima reverencia del mundo católico.
En este punto cabe la siguiente pregunta: ¿tiene la mayor figura eclesiástica
la condición de ser perfecto y libre de toda culpa? Claro está, la palabra
“culpa” (un término altamente alienante creado en el contexto religioso) puede
ser utilizada a conveniencia por los representantes de la iglesia. En lo
particular, nunca hallé nada de santo en Su Ex Santidad Benedicto XVI; ni
siquiera en el venerado Juan Pablo II, que poco después de muerto fue elevado a
estatus de beato y próximamente canonizado, aunque ya era considerado así por
muchos creyentes. En realidad, ningún Papa está libre de culpa, o de pecado
(usando sus mismas expresiones). Entonces, por simple deducción, ningún
individuo sería digno de ser llamado santo
o santa.
Otra
manera de conseguir que un mortal común califique para convertirse en beato es
que se le imputen dones curativos después de muerto. En fin, la lista de santos
es larga y va desde doctores, reyes, reinas, monjas, sacerdotes y hasta palomas
(pero sólo la del espíritu santo, cualquier otra paloma sería impura) con
poderes sobrenaturales de curación y salvación desde el templo celestial.
Inclusive algunos políticos son catalogados por la misma gente con ese
adjetivo, tal es el caso de “Santa Evita” o al más reciente Hugo Chávez, que no
tardará en conseguir un sitial de honor al lado de la madre Teresa de Calcula.
Es bueno recordar que la gente propone y la iglesia dispone. Si se llegaran a
demostrar milagros atribuibles al líder de la revolución “bonita”, ténganlo por
seguro que la petición para beatificarlo se haría más temprano que tarde.
Fanáticos hay en todas partes, independientemente de sus tendencias políticas o
nivel de ignorancia. En todo caso, queda a potestad de la Iglesia declarar
santo a un político. Antes de tomar una decisión como esa analizarían muy bien
los beneficios que obtendrían, ya que la iglesia también es una institución
política con intereses propios.
El
calificativo de santo no es de uso
exclusivo para personas, también es aplicado a cosas tan ordinarias como: la
santa biblia, santo grial, santa sede, semana santa, ciudad santa del vaticano;
y pare de contar. Todo ello con el fin único de envolverlo en una aurora sagrada
de bondad y divinidad absoluta. Mención aparte está la santería, que lleva
implícito el nombre de los entes que son venerados en esa pseudo religión, o
más bien secta.
El
término en cuestión ha sido instaurado hábilmente en la psiquis de las
personas. Es clara la influencia del catolicismo en la promoción de dicha
palabra. La santidad pareciera ser un manojo de infinitas virtudes en alguien o
en algo supuestamente tocado por dios. La iglesia católica se lo auto-adjudica
para hacerse ver misericordiosa, asociando el significado positivo del adjetivo
con religiosidad. Y no le quito razón, pues tienen que buscar formas de no perder
adeptos, aunque lleven siglos intentando deslastrarse de todos los males que
han causado a la humanidad.
Estoy
seguro de que a Nico no le hubiese importado que le llamaran santo, creo que
hasta se hubiese reído de ello. A él no le importaban tanto esas cosas como a
mí, siempre buscándole las cinco patas al gato. Obviamente, preferiría ser
recordado por mis buenas acciones, más que por las malas que haya hecho en vida.
Ninguno está exento de maldad. Todos la tenemos en mayor o en menor grado. No
califico para santo, no estoy ni cerca de serlo. Además, no comulgo con la
hipocresía de quienes sí se lo creen. Es más sano aprender a convivir con
nuestras virtudes y miserias y no pretender ser algo que no está en nuestra
condición humana.
Escrito
por: Rafael Baralt
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