La pena capital, o pena de muerte, consiste en que el Estado decide la
muerte de un condenado, como castigo por haber cometido un delito definido
legalmente como de gravedad máxima. Es la sanción más severa y antigua de la
historia. En el Imperio Romano, cuna del Código Legal Moderno, el primer delito
castigado con la pena de muerte fue el de traición a la patria. El método de
quitar la vida al condenado ha variado con el tiempo y el país, pero hasta hace
un par de siglos buscaba infligirle el mayor sufrimiento posible, para que la
pena fuese retributiva al daño ocasionado por el delito. En América, la pena
capital ha sido aplicada por todos los países en algún momento de su historia.
Para 1899 sólo Costa Rica, San Marino y Venezuela habían abolido de forma
permanente la pena de muerte para todo tipo de delitos. Con los años se les han
sumado otros países, y muchos que sí la contemplan legalmente no la ejercen o
la aplican de manera selectiva. Al presente en América Latina y el Caribe, la
pena máxima sigue teniendo vigencia legal en Bahamas, Cuba, Guyana, Jamaica,
Trinidad y Tobago y algunas Antillas Menores. En los últimos años, una media
mundial de dos países al año elimina la pena de muerte de su legislación. China encabeza la lista de países con más ajusticiados,
asumo que por su cantidad de habitantes más que por destacar en rigor justiciero o en maldad ciudadana.
La autocracia siempre tuvo la potestad de quitar la vida a un súbdito,
sobre todo si el regente contaba con el derecho divino otorgado por la iglesia
católica. Esta rechazó la pena de muerte desde el siglo I hasta el siglo XI,
cuando también comenzó a utilizarla -junto con la tortura- contra los enemigos
de su fe. El poder eclesial para privar de la vida a sus condenados fue mermando
junto con el oscurantismo, conforme aumentaba la secularización y los creyentes
pasaban a una relación más personal con la divinidad y con su voluntad. Sólo al
llegar el siglo XVIII la
Humanidad comienza a cuestionarse la verdadera utilidad de la
pena de muerte para la sociedad. Al presente, continúa el debate entre los que
están a favor y los que se oponen a que la pena capital se aplique en algunos o
en todos los casos de delito mayor. El Principio de Legalidad establece que la
pena capital solamente puede hacerse efectiva si está incluida dentro de la ley
para ese caso en particular, si el condenado goza de salud mental, y si no hay
otra manera de explicar el delito del que se le acusa. Según el país, sus leyes
y creencias, la pena de muerte se usa para castigar crímenes de asesinato,
espionaje, traición, desobediencia militar o civil, apostasía, delitos sexuales
como el adulterio y la sodomía, corrupción grave o el comercio ilegal de
personas, entre otros casos. Generalmente el punto de vista del Gobierno respecto
a aplicar o no la máxima pena a un condenado -si el caso está contemplado
dentro de la ley- encuentra poca
oposición local por parte de los políticos y de los medios de comunicación, y
mucha aceptación popular, movida por el deleite morboso que también la empuja a
leer las crónicas de accidentes y desgracias, o a presenciar las peleas de
animales, el boxeo, las películas de desastres o las corridas de toros. El
mismo pueblo que tiende a pensar desde su ingenua ignorancia que todo condenado
a muerte es malo, a pesar de que conoce innumerables casos de personas libres y
hasta honradas socialmente, que merecen más el calificativo.
Los que están a favor de aplicar la pena de muerte se apoyan en
argumentos que tienen que ver con la razón de justicia; la utilidad social; el ejercicio
de legítima defensa por parte de la sociedad; el poder extinguir al delincuente
irredimible y castigar su memoria con la infamia; el temor a la fuga o a la
reincidencia; la prevención y disuasión del delito; el conocido fracaso de las
cárceles para reeducar al delincuente y volver a insertarlo en la sociedad; y
un menor costo procedimental para el Estado. Los que adversan la aplicación de la pena máxima
también mencionan varias razones para apoyar su punto de vista: el derecho
inalienable a la vida; la discriminación al condenar (los tribunales
seleccionan esta pena por razones de poder estatal o económico, por intereses
privados o por motivos raciales); la condena a muerte genera una espiral de
violencia en lugar de prevenir el delito; el acusado con pocos recursos
generalmente no cuenta con una buena defensa en el juicio; la pena de muerte
contribuye a un mundo brutal donde tanto los delincuentes como los defensores
de la ley tienen potestad para quitar la vida; si la muerte es debida a un
juicio previo, el homicidio oficial es más cruel, premeditado y prolongado que
el delito que pretende castigar; el condenado que espera ser ejecutado sufre un
dolor psíquico superior al daño físico mortal, pues sabe que ya no cuenta como
persona; existe la irreparabilidad del error judicial si se condena a un
inocente, y si se le libera sufre daños a veces permanentes a consecuencia del
trauma; está también el punto de los elevados costos judiciales y procesales
asociados con una condena a muerte. Ambas partes esgrimen otros argumentos a
favor de su respectiva posición, según el caso en particular, pero éstos son
los que emplean con más frecuencia.
Yo nunca he participado en un juicio con posibilidad de pena capital, así
que solo puedo elucubrar acerca de qué me haría favorecer la condena a muerte
de otra persona. Estoy claro que, en ningún caso, la apoyaría buscando castigar
un crimen contra el Estado ni por defender territorialidad, bienes materiales,
ideología o creencia religiosa alguna. Tal vez me empujaría al asesinato el
instinto de supervivencia. De poder vengar legalmente el daño grave o el
asesinato de un ser querido, considero que el autor del hecho penaría más con
una estancia prolongada en una cárcel, que por recibir una inyección letal.
Definitivamente, aunque jamás he idealizado la existencia humana como un don u
oportunidad (y si existe la posibilidad de renacer voluntariamente en este
mundo, no me planteo volver a visitarlo), mientras esté aquí de paso defenderé
el derecho a la vida de todo ser –humano o no- un derecho que para mí no
pierde ni siquiera el asesino de su semejante y del que sólo puede disponer su
portador. Adicionalmente, la corrupción y medianía que campean entre los
defensores de la justicia (políticos, religiosos, jueces, gobernantes,
policías, militares, abogados) me impiden confiarles la tarea de decidir si
aplica o no una condena a muerte. Por otra parte, hay crímenes ecológicos que
superan en daño social el crimen de uno o más individuos, y otras situaciones
como el asesinato en serie que relativiza de alguna manera el aplicar la pena
de muerte al homicida de una sola persona, si la base que la legitima es la
cantidad y gravedad del daño causado. Según esto, ¿quién puede arrogarse el rol
legal de ejecutor o asesino de otro sino un enfermo, sea que lo esté por
insania mental, por resentimiento, por aprendizajes fallidos, por historia
personal de maltrato y delincuencia, por ideologías religiosas o políticas, por
propia conveniencia egoísta, por obediencia ciega y estúpida a la autoridad,
por detentar el poder legal de hacerlo o por la razón que sea? Definitivamente,
estoy en contra de la pena de muerte, y sería interesante saber qué opinan los
lectores y comentaristas del blog sobre este tema.
Escrito por:
Gustavo Lobig